¿Qué libro que no he leído me ha influido más?
Cuando tenía diez años, me dieron un premio en el colegio. Satisfacción general. Banda, diploma y premio, que recitaba la madre Cristina, como un paje real de voz solemne. Siempre imaginaba un coro de soldados medievales trompeteros anunciando su aparición, pero no era una aventura caballeresca, sino la entrega de menciones de final de curso. En clase se repartían los boletines de notas y en el estudio, que lo mismo servía para representaciones, exámenes, conferencias o los ensayos del coro (con el famoso jarrón al fondo hacia el que teníamos que proyectar la voz), los diplomas. Los había de “Aplicación”, “Conducta”, “Trabajo”, “Conducta y Trabajo” y el de “Satisfacción general”. En este caso te tocaba subir sola al estrado, colar la cabeza y un brazo por la banda y quedarte muy quieta mientras te la ajustaban. Estrechar la mano de todo el equipo directivo y recibir de sus manos tu diploma y un paquete misterioso. Recuerdo la entrega como la peor parte, porque aunque era una niña sociable, incluso me solía tocar leer en público, también era razonablemente tímida y lo de tener a medio colegio pendiente de mí mientras estaba allí parada, sin hacer nada, me ponía un poco nerviosa. Por eso, a la vez que intentaba con éxito cero no ponerme como un tomate, me distraía pensando que mi banda azul y blanca era igualita a la que llevaba el rey Juan Carlos en la fotografía que presidía la sala e intentando adivinar cuál sería mi libro. Porque el paquete misterioso del premio era siempre un libro. El mío también lo fue y lo recuerdo como la mejor parte de aquella mención: la curiosidad por saber cuál sería, y la sorpresa y la alegría al abrir mi paquete ya de vuelta en mi silla. Celia en la revolución, de Elena Fortún.
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