Entrevista a Jordi Amat (Parte II)
Libro a libro, el ensayista y filólogo Jordi Amat (Barcelona, 1978) ha buceado a lo largo de estos últimos años en el ADN histórico del catalanismo político y cultural. Ahora, en su nuevo libro, La primavera de Múnich, Amat se adentra en el papel que desempeñó el conocido “contubernio” en la construcción de un relato democrático que hizo posible, más adelante, la Transición. En esta larga entrevista con Nueva Revista, Jordi Amat reflexiona sobre todos estos temas que iluminan nuestro problemático presente.
– En La Primavera de Múnich usted sigue investigando las raíces de la memoria democrática reciente en nuestro país. Dos figuras antagónicas resultan centrales en el libro: Dionisio Ridruejo y Julián Gorkin; y una fecha: 1962. Me gustaría empezar por lo biográfico: ¿quién fue Gorkin, al cual Paul Preston, en una cena con usted, tildó de “hijo de puta”?
Ahora, tras demasiados años entre libros y archivos, veo a Gorkin tal y como Gregorio Luri –otro maestro al que usted y yo admiramos- lo tipificó tras leer La primavera de Múnich: tal vez sea, en el campo de la agitación intelectual, el español neoconservador más destacado. Pero antes querría aclarar lo de Preston. Para él, como historiador de la Guerra Civil y heredero confeso de una determinada interpretación de nuestra tragedia, como discípulo del brigadista de la historia que fue Southworth, Gorkin fue, básicamente, un mixtificador del relato de la guerra porque instrumentalizó el relato de algunos conversos al anticomunismo en su batalla contra el estalinismo. Por eso lo calumnia, como también hace, pongamos por caso, un Ángel Viñas. Pero es que precisamente es esa batalla lo central de la trayectoria completa de Gorkin. Y si aceptamos, como deberíamos aceptar, que la lucha contra el estalinismo es uno de los proyectos más necesarios de los combates políticos e intelectuales del siglo XX, la figura de Gorkin cobra una nueva dimensión. Porque él fue eso.
Militante del PC a principios de los veinte, a finales de esa misma década fue purgado y, como había hecho siendo funcionario de la Komintern, no paró de trabajar en la agitación ideológica, pero a partir de 1930 en sentido contrario. Primero aún agitó en pro de posiciones revolucionarias –durante la República, la guerra (no olvidemos su encarcelamiento y condena a muerte a raíz de los Fets de Maig) y en su primer exilio-, pero desde mediados de los cuarenta, exiliado en México (donde sufrió diversos atentados ordenados por el espionaje estalinista), transitó hacia posiciones socialdemócratas y europeístas. Vinculó la consolidación de esa evolución, que hizo a la sombra de su amigo Victor Serge, a sus campañas contra el estalinismo. Clave fue su papel en la investigación sobre el asesinato de Trotski y, siguiendo con en esa lucha democrática, se profesionalizó ya en París desde 1948 gracias a las redes de la inteligencia norteamericana. Fue, pues, un soldado ideológico en la Guerra Fría, en complicidad con gentes que repensaban su programa política en el contexto de la primera Guerra Fría.
Entre finales de los 40 y principios de los 50, dirigentes sindicales a los que trataba desde sus días revolucionarios (lo documentó Olga Glondys) financiaron y divulgaron por todo el mundo los libros de historia de la guerra que él encargó a los traumatizados por el estalinismo –Jesús Hernández, el Campesino, Enrique Castro–. Y luego, desde 1953, fue un alto funcionario del Congreso por la Libertad de la Cultura, la institución que la CIA activó para el combate de ideas la CIA. Primero se encargó de implantar la institución en América Latina y luego, como narró en la novela La muerta en las manos (escrita en 1955), empezó a imaginar una alternativa de moral democrática para España. Ese proyecto, que concretó en un programa de actuación presentado a la dirección del Congreso por la Libertad de la Cultura, se activó a finales de los 50 y fue uno de las plataformas más activas en la construcción de otras voces del diálogo: el puente que unió a la oposición democrática, tanto intelectual como política, del exilio y del interior.
Pero esta peripecia, fascinante, quedó sepultada por diversos motivos. El principal, el sambenito que tuvo que cargar para siempre a partir de 1966. Ese año la prensa norteamericana probó lo que era un secreto a voces: la infiltración de la CIA en diversos ámbitos civiles en la Europa de postguerra. Habían pagado sindicatos, movimientos estudiantes, campañas políticas, plataformas europeístas. Y también el Congreso por la Libertad de la Cultura. Y en ese contexto, con la contestación contra Vietnam en pleno auge y tras actuaciones ignominiosas de Estados Unidos en política exterior, ser caracterizado en público como agente de la CIA, no representaba sólo el descrédito sino una absoluta condena al purgatorio del olvido. Allí quedó Gorkin y ni tan siquiera sus memorias, publicadas a mediados de los setenta, sirvieron para que surgiese el interés por un tipo que no sólo estuvo en la sala de máquinas del Contubernio de Múnich sino que seguramente sea el personaje español a través del cual mejor pueda explicarse uno de los episodios clave de la trágica utopía política más devastadora del siglo XX. Cuando murió en París a mediados de los 80 nadie pareció lamentarlo.
Entrevista completa: Jordi Amat, II: ‹‹no hay nueva transición a la vista››.
Lea aquí la primera parte de la entrevista.
Fuente: Nueva Revista.
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