En 1989 cayó el muro de Berlín y con él la Europa del Telón de Acero. Francis Fukuyama teorizó en aquellos años acerca del final de la Historia y el triunfo definitivo del liberalismo democrático sobre los viejos y sangrientos totalitarismos. El comunismo había colapsado, revelándose como una formulación política fracasada y cruel, a pesar de hundir sus raíces en los restos utópicos del mesianismo marxista. Era el sueño de una sociedad más justa y libre convertido en una maquinaria perfecta de horror y de espanto. Lo utópico y lo distópico, esa doble tentación entrelazada, repetida siglo tras siglo. El descrédito del comunismo soviético permitió consolidar la Pax Americana, impulsar la globalización económica y estabilizar el proyecto político de la Unión Europea con la correspondiente esperanza de una larga paz civil en el Viejo Continente.
Se emplearon todo tipo de metáforas: la luz de Oriente – creo recordar que pertenece a Wojtyla –; la respiración acompasada de los dos pulmones, de las dos Europas – de Londres a Praga y de París a Berlín –. En realidad, la Europa unida eran muchas y diversas: la latina y la escandinava, la atlántica y la eslava, la Alemania unificada y la culta Mitteleuropa. Una de sus señas de identidad era la voluntad posnacional, lo cual suponía constreñir las querellas nacionalistas a la inteligencia política de la negociación y el pactismo. Otro de sus rasgos era lo que hemos denominado, de modo un tanto genérico, el Estado del Bienestar. Si habláramos en términos teológicos, se trataría de la “vía media” que propugnaban algunos anglicanos frente al catolicismo decimonónico y a su equivalente luterano. La vía media del capitalismo social europeo frente a la izquierda totalitaria y al neoliberalismo financiero y elitista de los teóricos de la Reaganomics. La vía media concebida como una reminiscencia aristotélica: ese huidizo punto de equilibrio que conjuga la libertad con la defensa de los débiles, el respeto a la meritocracia con la estabilidad social y una cierta conciencia de clase. En 1989, cuando cayó el comunismo y Fukuyama diagnosticó el final de la Historia, también la vía media alcanzó su cenit e inició un largo, prolongado y – ahora lo sabemos – doloroso declive. Los motivos fueron muchos y nada nos aportan las interpretaciones interesadas de los populismos. Podríamos hablar de los efectos de la globalización y de la estagnación tecnológica, del invierno demográfico y del cortoplacismo electoralista, de la mala calidad de las instituciones y de la obsolescencia de muchas industrias. También podríamos referirnos al dogma de la desregularización y del monocultivo de la economía financiera. Credos aplicados ciegamente, como cualquier fariseísmo de la razón.
Juzgar nos interesa menos que comprender, nos enseñó hace siglos Spinoza. De 1989 al crash de 2008 y de 2008 a 2014 ha transcurrido un cuarto de siglo. La crisis del capitalismo se ha extendido, mostrando sus aristas en forma de pobreza acelerada, altas tasas de paro estructural e hiperendeudamiento. Los países emergentes irrumpen como actores globales mientras que la tercera vía palidece anémica. Retorna el instinto nacionalista, tanto en Europa como de forma aún más significativa en los mares de Asia. Retornan las retóricas antisistema, alimentadas por los excesos de determinadas elites. Se trata de un fenómeno global, no ceñido en absoluto a nuestro país: la extrema derecha en Grecia, en Francia o en Holanda; el antieuropeísmo en el Reino Unido; el grillismo en Italia. Desde la perspectiva de la Historia, son fenómenos cíclicos y recurrentes que no hay que desdeñar como meros picos emocionales. Sin poner freno a la desmesura, sin acotar los privilegios ni los abusos, sin purgar los errores ni la corrupción, el malestar puede adquirir rasgos sistémicos. La tentación de ofrecer respuestas sencillas a problemas complejos resulta evidente, cuando cualquier solución real pasa por tratar a la ciudadanía como sujetos de pleno derecho. Separación de poderes, transparencia, política adulta y moderna, sentido de la responsabilidad, generosidad, justicia y libertad. Todo esto – y mucho más – lo permite la inteligente flexibilidad del capitalismo democrático frente a la rigidez del dogmatismo. En 1989 cayó el comunismo. En 2015 no caerá el capitalismo ni la democracia parlamentaria ni el proyecto transnacional de la UE, precisamente porque sabemos que el reformismo – y no la demolición – constituye la mejor garantía de nuestro futuro. Por no decir la única.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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