Yo no sé si se puede pintar un jardín ya que me lo preguntas, quizás sólo se puedan pintar las sombras, los ecos, el anhelo como dices o el olvido que sedimenta la memoria. Cuando recibí tu carta, el pasado lunes, escuchaba una de las músicas más delicadas que conozco: el Concierto para Piano nº 9 de Wolfgang Amadeus Mozart, en la interpretación de Alfred Brendel. Oía la música y pensaba en tus palabras y en las de Bobin: ¿cómo rozar la verdad? ¿cómo sondear el silencio que se clava en la carne del mundo y resuena como un eco, callado y mudo, detrás de las palabras? Recuerdo que, en un ensayo del Concierto para Orquesta de Béla Bartók, Celibidache le exigió a un flautista que dejara crecer el silencio: “Nunca hay suficiente silencio en la música”, creo que dijo el anciano director rumano. Así es, Marcelo: nunca hay suficiente silencio en la vida – tampoco en la pintura.
Pero hoy, cuando he empezado a escribir esta carta, he pensado en dos cosas más, creo que relacionadas: la infinitud y el mal. ¿Es la pintura un espacio aislado donde el mal no juega ningún papel? ¿Y no es la infinitud la raíz misma del arte? Lévinas afirmó en una ocasión que “sólo la idea de infinito hace posible el realismo”. Esta frase encierra muchos significados: el más obvio, que la realidad no se agota en sí misma, que no consiste sólo un logaritmo o una representación de nuestro pensamiento. Pero también que es el infinito – y su correlato, el silencio – el que nos sondea definitivamente, llamándonos por nuestro nombre. Ya no es tanto, como diría Descartes, “pienso, luego existo” ni tampoco el existencial “amo, luego existo”, sino algo muy distinto que penetra en nosotros como a través de una hendidura: precisamente sólo porque soy amado, nos dirá Zizioulas, porque soy y he sido tanteado por el infinito, existo. Son las tardes muertas, en efecto Marcelo, las nubes que pasan mientras un niño chupetea un polo de limón o un anciano juega al ajedrez o un pintor intenta atrapar la luz tamizada de una sombra debajo de un tilo, las que desmienten el ruido del mundo y asientan la realidad. Yo no sé si esto es metafísica. Pero pienso que es la verdad.
Y luego está el mal. Te preguntaba si en el mundo existen espacios aislados, espacios anteriores a la ética, donde ni el bien ni el mal tengan nada que decir. La tentación más inmediata es responder que no, pensar que la pintura – o la música – se dice en sí misma, aislándose de nuestras vidas. ¿Pero es eso posible? ¿No es acaso la luz del silencio la que abrasa el alma, señalando con su dedo la falsedad de una pintura – son tus palabras – que “sólo se recrea a sí misma sin un atisbo de brisa, de perfume”? Hay una página del filósofo francés Michel Henry que me ha hecho pensar muy a menudo. Henry sugiere que, ante la luz de lo verdadero, el mal se desdobla de algún modo: “lejos de reconocerse como mal bajo la luminaria de esta luz devastadora – escribe -, el mal le echa la culpa a la luz. Es lo que sucede en el escándalo. El escándalo invierte la situación, no dejando ya que esta luz lo desenmascare, sino que lleva el mal a su límite, que ya no es simple mal, sino la denuncia de la Verdad.” Estas son palabras, tal vez, demasiado grávidas, pero que apuntan hacia algo que tiene que ver con lo que antes hablábamos. ¿Es posible un arte desconectado de la infinitud, de la luz implacable que denuncia la mentira y la falsedad? ¿Es verdadera una pintura que someta la realidad a la mente, como un manierismo del orgullo, y no a la inversa? Aquí, Marcelo, se plantea una pregunta casi teológica: ¿Qué es anterior, la paternidad o la filiación? ¿Somos padres de la realidad – y, en este caso, también del arte – o somos sólo sus hijos? Éstas son claves que afectan a tu pintura.
Uno anda así, como a tientas, intentando explicar aquello que debe permanecer en silencio, que es el misterio. La primera vez que vi un cuadro tuyo, no ya en catálogo, sino expuesto en Madrid, me azotó ese misterio. Son vivencias que no se pueden explicar, como quizá tampoco tú sepas describir con palabras las distintas tonalidades del verde o la quietud que se refleja en el movimiento. Hay algo que me recuerda a los iconos en este acercamiento a la realidad, creo habértelo dicho ya: el brillo de una luz que no se disuelve; seguramente porque te sabes un siervo inútil del silencio, un criado torpe y fiel que palpa los límites del mundo y se inclina ante aquello que nos supera. A menudo, paseo por las ciudades y me topo con tus cuadros abandonados en cualquier lugar. Pienso, por un momento, que esos son tus ojos, pero pronto me doy cuenta de que no es así. Tal vez sea al contrario y lo único que hace tu pintura es ayudarme a no ser negligente, a no dejar de leer – de ahí la palabra negligencia – el sentido oculto del mundo, esa luz icónica. Y después miro las nubes y sigo andando como si quisiera trazar un atlas de las sombras, una geografía de la ausencia. ¿Quiénes somos, Marcelo? ¿Por qué el silencio? Yo tengo tan pocas respuestas como tú.
Ahora levanto mis ojos y miro el mar. La casa está a oscuras, quieta. Mi mujer y mi hija duermen, la luz de una farola se apaga y se enciende. A lo lejos, se divisa un carguero que avanza con parsimonia, sin hacer ruido. Cojo el telescopio y observo el barco en la lejanía. Me imagino que, quizá algún marino tampoco pueda dormir y esté haciendo lo mismo que yo, oteando el horizonte. Por si acaso, enciendo una vela en la terraza, como un saludo a la infinitud de la noche. Pienso que esta luz brilla para todos y que quizás alguien, en el barco, sabrá interpretar su sentido. Y luego, me voy a dormir…
Daniel Capó Laisfeldt
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