A medida que transcurren los años, se empiezan a cruzar determinadas líneas que nos obligan a mirar hacia el pasado. En mi caso, hace tiempo que dejé atrás aquella mitad del camino que cantara Dante y que nos invita a reflexionar sobre nuestras vidas. ¿Qué queda de los sueños de la juventud? ¿Qué lecciones hemos aprendido de la experiencia? ¿Cuáles han sido nuestros logros y cuáles nuestras decepciones? Por supuesto, cada respuesta es personal, pero hay tendencias comunes.
Cuando inicié mis estudios en la Universidad de Navarra a principios de los noventa, España despertaba de un largo letargo. Europa se alzaba como el horizonte prometido de la modernidad: una esperanza y, a la vez, una realidad cercana. La democracia había ensanchado el campo semántico de los derechos, inaugurando una época nueva. Recuerdo bien los titulares de aquellos años: el ingreso en la Comunidad Económica Europea y en la Alianza Atlántica, el éxito mundial de los Juegos Olímpicos en 1992 y la llegada de la alta velocidad a Sevilla. Aunque la corrupción política comenzaba a asomar la cabeza, los fondos comunitarios transformaban la geografía nacional. Las nuevas infraestructuras impulsaban la economía de servicios. Surgieron las primeras multinacionales españolas y la prensa extranjera empezó a hablar del «milagro español».
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