Hace unas semanas, Elon Musk comparó la burocracia con las ataduras que sujetaban a Gulliver en Liliput. Cada una de estas trabas limita la libertad y asfixia el crecimiento. El resultado es una sociedad fragmentada, donde la herencia patrimonial y una regulación innecesaria agrandan cada vez más la distancia entre ganadores y perdedores. Es posible que sea así. Como en muchas patologías, hay un fondo de verdad en su origen; aunque también, una distorsión que desvirtúa esa misma verdad. Quiero decir que el propósito de las leyes no puede reducirse a un mero freno, sino que sobre todo deben ser el tejido que permite el correcto funcionamiento de una sociedad compleja. No cabe duda de que, sin reglas sobre calidad alimentaria, señalización vial o capital bancario, la vida sería más insegura. Incluso los libertarios más estrictos saben que, sin algún mecanismo razonable de redistribución, las desigualdades harían estallar el sistema. El gran dilema es cómo reducir la maraña burocrática sin desmantelar los cimientos del orden social.
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