Fue Fernando Garea quien, en la tertulia de Hora 25, afinó el diagnóstico de lo que ya podemos denominar como el ‘error Escrivá‘. «Si tú abres una puerta –explicaba Garea–, el gobierno que va a venir después la va a tener abierta para poder entrar por ella. Si tú haces uso de las instituciones, estás haciendo que el que venga detrás pueda hacer lo mismo». Este es un clásico del populismo (algo no tan distinto por cierto al cesarismo de Obama, que pavimentó el camino a Trump) y muy difícilmente puede compaginarse con el respaldo o el respeto institucional. No es el primer caso de extraña ocupación de las instituciones del Estado (recordemos la designación de la ministra de Justicia Lola Delgado al frente de la Fiscalía o de Juan Carlos Campo para el Tribunal Constitucional), ni tampoco será el último; pero sí quizás el más significativo por su desfachatez. Cuando ceden los límites del decoro y de la autocontinencia, bajo el disfraz de regeneración democrática –como si el Estado fuera un monopolio conservador–, entonces entramos en un territorio inquietante, porque las instituciones son el garante de los contrapesos constitucionales y porque los límites son el mejor reflejo de una cultura democrática consistente. En efecto, el pudor moral no es un vestigio del catolicismo preconciliar sino una verdadera virtud política.
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