El poeta nicaragüense Rubén Darío llegó a Mallorca en noviembre de 1906, acompañado de Francisca Sánchez, su inseparable compañera, y de una hermana de esta. Le gustó la isla y le gustaron sus gentes. Quería descansar tras su estancia parisina y quería escribir en su casa de El Terreno con vistas del mar. Así lo hizo. Pudo constatar que la vieja catedral gótica de Palma «es un gran relicario» y que la ciudad adquiere tonos dorados al atardecer. «A la visión azul de lo infinito, / al poniente magnífico y sangriento, / al rojo sol todo milagro y mito», leemos en uno de sus poemas de tintes homéricos.
Ese mar, el Mediterráneo, siempre al fondo como madre nutricia de la cultura que ha sido. Mare Nostrum, debía de repetir nuestro poeta rodeado de sus amigos de la isla, que no fueron pocos. El más destacado, quizá, su mecenas Juan Sureda Bimet y su esposa, la pintora Pilar Montaner, padres de quien sería el gran amigo de Jorge Luis Borges durante su estancia en Mallorca: el poeta Jacobo Sureda.
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