La literatura es misterio, al igual que el arte o la música; y Kafka, a principios del siglo XX, se sitúa en el centro mismo de ese misterio. El lunes de la semana pasada, se cumplieron los cien años de su prematura muerte en Kierling, Austria. Hoy lo interpretamos como uno de los sismógrafos de la modernidad secular o, más bien, postsecular. Nos recordaba Enrique Krauze en el último número de la revista Letras Libres que a Kafka hay que leerlo como leeríamos a un teólogo o a un místico: entre lo psicológico y lo metafísico. La literatura también es eso y rara vez nos habla con un lenguaje unívoco.
Ni siquiera el propio autor, seguramente, puede dar cuenta de lo que escribe ni vislumbrar todas las implicaciones de sus palabras. «Yo no creí nada en absoluto, solo preguntaba», anotó Kafka durante su retiro en el pueblo bohemio de Zürau, apelando a un mundo que se ha quedado sin respuestas, pero que admite la duda como credo. Las imágenes que emplea en su cuaderno de aforismos son angustiantes –acaban persiguiéndonos en los sueños–, aunque también luminosas. «Esta aldea pertenece al castillo, y quien vive o pernocta aquí, vive o pernocta, por así decirlo, en el castillo», leemos. Es una rara verdad, desde luego. Tampoco falta la voz del sabio anciano que nos remite al espíritu del monacato: «Hay dos pecados capitales humanos de los que derivan todos los demás: la impaciencia y la dejadez. Por la impaciencia fueron expulsados del Paraíso, por la dejadez no regresan. No obstante, quizás solo haya un pecado capital: la impaciencia».
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