Durante años y años, una vez que mis hijos se habían acostado, procuraba leerles un cuento de buenas noches. A veces eran varios capítulos de una novela; otras –cuando eran más pequeños–, los viejos relatos de tradición oral: textos clásicos –a poder ser, con las mínimas adulteraciones posibles–, misteriosos y terribles, que desafían nuestra comprensión de lo humano. Creo firmemente en las palabras del polifacético pensador ruso Pável Florenski, quien desde el gulag recomendaba a su hija que nunca dejara de lado el poder educativo de la belleza. En verano, frente al mar, también les leía mientras cenaban y escuchábamos música de Elgar o de Schubert o de Beethoven, sabiendo que luego, más adelante, oirían reguetón o rap o a Taylor Swift o a Shakira. Pero algo permanece: una semilla de bondad y de hermosura que da forma al alma y a nuestros gustos. La paternidad es un enigma tan grande como la condición filial (y a este rompecabezas le dediqué un libro, ‘Florecer’, hace ya un tiempo); un enigma que se nutre de aquello que es más característico del ser humano: su intimidad. Educar consiste básicamente en cuidar el espacio interior de cada persona, su rostro más propio. Y la intimidad sólo se construye de corazón a corazón (cor ad cor loquitur, nos recordaba John H. Newman), en la amistad y en el amor, en el estudio de los clásicos y en el encuentro asiduo con la belleza. El polemista inglés G. K. Chesterton midió muy bien la importancia de la literatura infantil al observar, en su relato ‘La abuela del dragón’, que «en los cuentos de hadas el universo enloquece, pero el héroe no». De hecho, son ellos los que atesoran las auténticas virtudes morales y los que nos enseñan los grandes valores: la fortaleza frente al miedo, el amor por los débiles, la fidelidad a los amigos, el bien frente al mal. Leer cuentos a nuestros hijos equivale a instaurar un pequeño reino de cordura que iluminará el resto de sus vidas. Si nadie es ajeno a su época, tampoco nadie lo es al encuentro con el milagro de la palabra; especialmente a edades tempranas, cuando el mundo todavía parece honesto y cristalino y esas palabras que leemos o escuchamos resuenan en nosotros con el eco profundo de la verdad.
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