Para los antiguos griegos, la memoria engendra belleza. Su personificación era Mnemósine, una de las titánides, hijas de Urano (el cielo) y de Gea (la tierra) y, a su vez, madre de las nueve musas, inspiradoras de las artes y las ciencias. Soñamos, anhelamos y creamos algo nuevo sobre aquello que hemos gustado previamente y que conocemos en profundidad. La memoria nos modela, nos concede un lenguaje propio y nos guía en nuestros empeños. La memoria no se confunde con la historia ni con el pasado, sino que introduce en el tiempo el concepto de la personalidad de un modo único. Gracias a ella podemos aspirar a una grandeza ponderada, ya que son los ejemplos que hemos conocido y que permanecen en nosotros los que alimentan el deseo. En la medida en que hemos sido amados primero, amamos. En la medida en que hemos conocido la belleza heredada de los clásicos –de Grecia y Roma a la pintura de Rembrandt, de los cuartetos de Beethoven a los versos de Emily Dickinson–, la belleza permanece en nosotros como una marca de sentido y de verdad. ¿De qué sentido y de qué verdad, se cuestionaría un escéptico? Es la pregunta que ya propuso Pilato hace dos mil años, antes de emitir una sentencia de muerte. De la verdad inherente al hombre –habría que responderle–, si no queremos caer en el cinismo característico de una época sin vínculos. El novelista alemán Martin Mosebach ha hablado a menudo de la herejía de lo informe para referirse a la novolatría, esa creencia que propugna un mundo amorfo y sin liturgia, ni memoria, ni auténtica belleza. Cuando uno pasea por ciertas exposiciones de arte contemporáneo, se asoma a determinados programas de televisión u hojea los libros de texto de primaria y secundaria (por lo general, en formato electrónico), entiende mejor las palabras de Mosebach. Los hombres, en efecto, somos memoria y la sustancia de esa memoria sí importa. Y mucho.
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