Hace unos años, las élites burocráticas que dirigen la Unión tomaron consciencia del eclipse europeo. Londres amenazaba con irse, el euro se tambaleaba y la crisis de la deuda soberana anunciaba la llegada de un duro ajuste para las clases medias de los países del sur. Al este, Rusia recuperaba su instinto imperial tras el hiato que supuso el final de la Guerra Fría. Más al este, China se afirmaba como un nuevo poder global dispuesto a hacer valer su voz cuando quisiera. Ningún tiempo es sencillo y el futuro se tiñe de colores contrapuestos al albur de las emociones políticas. Todo eso es verdad. Pero Europa de repente empezaba a despertarse del sueño utópico de 1989. El mundo ya no respondía exactamente a los criterios democráticos definidos por el liberalismo, ni la globalización representaba una suma positiva para todos los países por igual.
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