A principios de los ochenta, el nuevo capitalismo propugnado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan empezó a definir el debate ideológico frente a una socialdemocracia que estaba de capa caída. Nada es lo que parece y el Estado del bienestar, uno de los grandes éxitos de la posguerra, daba síntomas de agotamiento. Los setenta, con la crisis del petróleo y el combate contra la inflación, habían finiquitado el ciclo expansivo de las décadas anteriores y la gran confluencia entre sindicatos y patronal ya era poco más que un tic del pasado. Con el fracaso laborista en Gran Bretaña, surgió una figura tory inusual y hasta se diría que revolucionaria, aunque no haya nada más antitético al conservadurismo que la revolución. Pero, en efecto, Margaret Thatcher tuvo mucho de lo primero en lo moral –con su reivindicación de las virtudes del tendero–, pero aún mucho más de lo segundo en su acercamiento a la economía.
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