La música tiene rasgos divinos que no pueden reducirse fácilmente a una lógica algorítmica. Lo mismo sucede con la literatura y con el resto de las artes. Ramón Gaya hablaba de la obediencia como sello distintivo del verdadero artista: obediencia a la realidad o, si se prefiere, a una llamada. Luego está el andamiaje, que es también el ruido circundante que ha de soportar el creador. En ocasiones, este ruido puede eclipsar la propia obra o anularla durante un tiempo; incluso puede llegar a matarla, si la vida pública termina penetrando el alma del músico, del pintor o del escritor; o si la deja sin aire, que es como decir sin verdad. «Ama nesciri», repetía san Bernardo de Claraval en su soledad monástica: ama ser ignorado, pasar desapercibido, dedicándote sólo a tu amor más íntimo y más secreto. Porque el arte es sobre todo cuestión de amar y, en ese sentido, constituye la respuesta a una llamada previa que te invita a responder y a dar fruto.
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