Lejos del aire melancólico de la revuelta, el grito de «¡Viva la libertad, carajo!» se ha convertido entre los argentinos en algo más que una proclama política. Su visceralidad apela a los instintos más inmediatos de una sociedad que lleva demasiado tiempo sometida al trágico rictus del populismo. Se dirá, y seguramente con razón, que Milei es un producto más de la trituradora del peronismo, el resultado de décadas de desarme moral bajo la atenta mirada de unas élites corrompidas por el poder. Hay un mito —más o menos real, más o menos recreado, como sucede con todos los mitos— que nos habla de las virtudes del pasado liberal de un país que se ufanaba de haber sido una de las grandes potencias económicas del mundo. Utilizo la palabra mito a sabiendas de que aquel liberalismo soñado no fue tal y de que la riqueza pretérita tuvo mucho de coyuntural y que fue favorecida por la fecundidad de los campos. Importa poco ahora: hay dioses útiles y dioses inútiles —como bien supo ver Álvarez Junco—, del mismo modo que la mentira puede a veces ser fructífera y la verdad estéril.
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