Como a tantos otros institucionistas, a José Castillejo (1877-1945) le dolía España. Era un hombre austero y culto que amaba Inglaterra, la pedagogía y cuidar los olivos de su jardín. Desde la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, puso en marcha un programa de becas que permitió a la élite intelectual española anterior a la guerra formarse en Europa. Ya saben, Europa –un continente, una cultura– como solución. No fue el primero en pensarlo ni será el último. Catedrático de Derecho Romano, Castillejo sabía que en el fondo de la idea de libertad subyace una vieja palabra latina: liberalitas, que significa «generosidad». Y, en tanto que académico de inscripción inglesa, no ignoraba que el liberalismo –según la definición del filósofo John Locke– une al intercambio de dones una transferencia de bondad. De este modo, la amistad constituye el primer fundamento de la democracia liberal. Los dispares nos reconocemos en la amistad, más allá del filo discrepante de nuestras ideas. Porque somos amigos y nos respetamos, el disenso no nos convierte en enemigos. De ahí surge la patria o, si lo prefieren, la nación.
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