Este martes, día simbólico y crucial para la democracia española, doña Leonor de Borbón juró lealtad a la Constitución y a las leyes, fidelidad a la nación y al Rey, y leal desempeño de sus funciones como sucesora en la Jefatura del Estado. Día histórico, además, porque refleja a la perfección la continuidad a través de los siglos de nuestro país, una noble idea de permanencia sin la cual ninguna nación puede sobrevivir.
La importancia de la Monarquía reside —al menos en los tiempos modernos— en su autoridad simbólica, ajena al regateo corto de la política. Como institución por antonomasia del largo plazo, la Corona suma al brillo del pasado la solidez del presente y la esperanza de un futuro compartido. No se trata de un elogio menor en una época tan líquida como la actual, que no parece —ni quiere— reconocer verdad objetiva alguna. Aquí se puede afirmar —ya lo he escrito en alguna otra ocasión— que, si ninguna formulación de la política es preferible a una libertad ordenada, resulta difícil que una sociedad pueda prosperar sólo apoyada en la mecánica de sus impulsos inmediatos y carente de unas instituciones claramente perfiladas para el largo plazo: ese pensar en siglos, por ejemplo, que caracteriza al papado.
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