La etimología nos ayuda a desvelar lo que permanece oculto por la costumbre o por la simple sedimentación de los siglos. Los monjes medievales y los intérpretes de la Torá lo intuyeron cuando rastreaban en la música secreta de las palabras la auténtica dignidad del lenguaje. Más tarde, ya al final del romanticismo, el alemán Friedrich Nietzsche supo verlo también en sus estudios filosóficos. Y un ejemplo más reciente lo encontramos en la obra de Pascal Quignard, el prestigioso escritor francés. Quignard, quien el pasado viernes recibió el premio Formentor, ha sustentado sus mejores libros –’El sexo y el espanto’, ‘Las sombras errantes’, ‘El odio a la música’…– con la inagotable arqueología del idioma. Así, en su reciente ensayo ‘L’homme aux trois lettres’, se detiene en la palabra latina ‘reliquiae’, que los antiguos romanos usaban para designar los excrementos. Las ‘reliquias’ eran, por tanto, los detritus humanos en su sentido más amplio: un mechón de pelo, unas gotas de sangre coaguladas en un tejido o en una roca, un diente ennegrecido por la caries, el recorte de una uña o un dedo amputado. Poco después, el cristianismo, siempre atento «a la piedra que desecharon los arquitectos» –como se lee en los Salmos– ennobleció lo que en apariencia resulta pobre o indigno. Igualmente la etimología nos recuerda que nada puede ni debe ser olvidado, puesto que somos hijos de una memoria que se asoma al misterio y al infinito.
En la frontera
Daniel Capó
Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.
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