Que Alberto Núñez Feijóo no va a ser presidente al finalizar el debate de investidura todo el mundo lo da ya más o menos por descontado desde hace semanas. Desde luego aún no lo sabemos ni lo sabremos hasta el viernes, ya que la política da muchas vueltas y el malestar que existe en una parte del PSOE –¡y de su electorado! – puede ocasionar alguna sorpresa. Pero lo dudo porque la política no actúa como un eje moral, sino como una maquinaria de poder; en todo caso, el paso de los días lo dirá.
La aparición de una nueva formación socialdemócrata –bienintencionada, aunque me temo que condenada al fracaso– sólo servirá para incrementar el barullo y el ruido de fondo. El problema, no obstante, sigue situado entre los dos partidos centrales (PP y PSOE), que se muestran incapaces de superar sus tics sectarios y de abordar el fondo de la crisis española con la suficiente altura de miras. Hablo de sectarismo a sabiendas, porque nuestra política se mueve continuamente entre una agencia de colocación y una hinchada futbolera: los míos contra los tuyos, pero siempre con el bolsillo bien lleno. Como Dante a las puertas del Infierno, es fácil caer en la tentación de abandonar toda esperanza. Si bien, no olvidemos que –al menos para los padres capadocios y los teólogos ortodoxos– incluso del infierno se puede salir. Nunca debemos renunciar a la esperanza.
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