Hace años que no escuchaba El cuervo –Die Krähe– del ciclo Viaje de invierno, de Franz Schubert. Anoche, en medio de la tormenta, regresé a este lied en una grabación que no conocía: la del tenor inglés Ian Bostridge con el pianista y compositor Thomas Adès. Sentí algo parecido al terror y comprendí –quizás por primera vez– la honda desolación que provoca la soledad cuando se han roto todos los vínculos previos: los amigos, la familia, el amor que nos consuela.
Mi versión de referencia es la de Hans Hotter, el gran bajo-barítono wagneriano, que interpreta este ciclo como un dios lejano pero misericordioso que contempla con dolor el sufrimiento de su hijo vagabundo. Hotter, por así decirlo, nunca renuncia a la esperanza de la redención. Bostridge, en cambio, subraya el horror de la naturaleza caída arrastrando un ritmo lento y agónico que anuncia la locura. Su voz no es hermosa, pero nadie piensa que un viaje de invierno tenga que serlo. Aquí lo que importa es algo distinto, algo sobrecogedor que no sé muy bien cómo definir. Cuando me quedé dormido, aún relampagueaba sobre el mar. La lluvia y el viento ejercieron su labor hipnótica, como de canción de cuna. Seguimos siendo niños incluso cuando nos adentramos en los dominios de la edad madura.
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