Los de mi generación –no sé cuándo se detuvo la enseñanza del Antiguo Testamento en la educación académica de España– recordamos el episodio del profeta Daniel arrojado a los leones por el rey Darío, como recordamos las misteriosas palabras que una mano escribió en el muro durante el banquete del rey Baltasar –mane, tecel, fares–, o la simbología del ídolo de los pies de barro… Pero poca cosa más de lo que se llamó y llama el Libro de Daniel. Que los leones no atacaran al profeta –con tanto circo romano que habíamos visto en Semana Santa– era un milagro a no olvidar, las inscripciones del banquete, un episodio de tanto misterio como belleza, y lo del ídolo y sus pies una advertencia –que debería ser leída en voz alta en cada uno de los nombramientos políticos– a los poderes del mundo. Pero no recordamos su cercanía con el gran Nabucodonosor, ni las cosas que le ocurrieron a Daniel en la corte de éste. No sin ir a buscarlo en el Libro de los Libros.
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