Estrenamos septiembre y con él da inicio un nuevo curso escolar. Es uno de los peores momentos del año o al menos eso pensaba yo de niño. Mi primer recuerdo, el más antiguo que conservo, es estar llorando en casa, junto a mi madre, pocos días antes de enfrentarme por primera vez a la escuela. Esa imagen me ha perseguido durante años, aunque sólo sea el reflejo de una hipersensibilidad que hoy daría pábulo a los psicólogos. Sin embargo, guardo buenos recuerdos de la etapa infantil —sobre todo de una monja, sor María Bessona, que me enseñó a leer a los tres años— y relativamente buenos de la primaria, con alguna que otra excepción por supuesto.
Con el bachillerato —que entonces duraba tres años y se llamaba BUP—, la cosa ya cambió: las asignaturas me aburrían y la mayoría de los profesores aún más. Ahora, mirando hacia atrás, pienso que faltó muy poco para que acabara engrosando las cifras del fracaso escolar. Dejé de tomar apuntes, copiaba los deberes minutos antes de empezar la clase, estudiaba para el examen en el último momento… Me pasaba las tardes leyendo y jugando al tenis —primero— o al baloncesto —después—. La lectura nos alimenta con expectativas en exceso idealizadas acerca de la vida y eso (lo vio muy bien Ernst Jünger) se paga más adelante. También es cierto que Los hermanos Karamazov nos abren un mundo que permanece cerrado para los popes de la frivolidad orgullosa. En todo caso, espero que la lectura me haya inmunizado contra la excitación de la estupidez humana.
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