Cuando termina el verano, decimos adiós al dolce far niente de estos meses festivos y calurosos. A pesar de las noticias (la última, la muerte de Prigozhin y de Dmitri Utkin, su lugarteniente, en un accidente aéreo), nada parece perturbar esa larga siesta que es la época estival, jalonada por las cenas al fresco. A medida que el cambio climático va subiendo la temperatura media –¿o será quizás la edad?–, el cansancio nos aplatana con un sopor que se nos antoja tropical. Cuando era niño la vida era distinta: con el verano llegaba el olor a piel bronceada de los turistas alemanes. Lo he repetido a menudo y puedo hacerlo una vez más: en mi inconsciente, julio y agosto no es una mañana en la playa ni un paseo en velero ni una pizza junto al mar ni el recuerdo de la primera libertad adolescente, sino el eco proustiano del olor –recurrente e intenso– a crema Nivea. Hablo de hace muchos años, los suficientes para recomponer una memoria. Se diría que la infancia es siempre la hechura de la memoria.
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