Fue en 1996, en Guadalajara (México), cuando Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pronosticó el retorno del marxismo bajo un ropaje distinto. Habían pasado apenas siete años desde la caída del Muro de Berlín y Occidente danzaba el vals del final de la Historia que dirigía Francis Fukuyama. La reunificación alemana, el Tratado de Maastricht y la definitiva puesta en marcha de la globalización, con una China aún empobrecida como nuevo actor global, nos hablaban de un mundo diferente que podía hacer posible el viejo anhelo de una paz universal. Para los que vivimos aquellos años en el bachillerato o en la universidad –una generación que ahora dirige el continente–, reinaba el doble optimismo de la juventud y de la esperanza. Se decía adiós a las querellas nacionales y a las ideologías, y Europa –por primera vez– parecía realmente un espacio de libertad.
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