Se diría que cada generación vive su Titanic, del mismo modo que, como aseguraba Ernst Jünger, ninguna época escapa a su locura. Sólo que ahora los tiempos se aceleran y las generaciones apenas llegan a cerrar una década. Envejecidas prematuramente, las pasiones políticas –que se reproducen por mímesis– cambian de signo según sople el viento. No debería extrañarnos. A lo largo de sus memorias, John Lukacs no se cansó de explicar que en su Budapest natal el nazismo dominante se hizo comunista en cuestión de horas. Siempre ha sido así: las ideas se cogen al vuelo porque suenan bien y, sobre todo, porque interesan puntualmente. Por ello, tanto da jurar el cargo «por imperativo legal» como hacerlo por la paz mundial o por la alarma climática. Los rituales, en cualquier momento y lugar, cumplen la función pacificadora que la tradición (y la neurociencia, si hacemos caso a la biología) les ha asignado. Cada generación vive su Titanic –y nosotros llevamos ya unos cuantos–, aunque el poder político siga en su afán de construir castillos de naipes para luego dejarlos caer. La alternativa es el hartazgo, que supone una forma como cualquier otra de cinismo. Comprensible, de todos modos. Si una dieta con exceso de hidratos y grasas causa todo tipo de enfermedades metabólicas –de la diabetes a la hipertensión–, la sobredosis informativa actual genera otra especie de malestar, que conduce rápidamente a la desconexión.
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