Este mes de mayo recuerda el de 2011. Rajoy ganaba entonces, de forma aplastante, unas autonómicas y municipales que anunciaban un cambio de ciclo en las nacionales. Zapatero remaba en la dirección marcada por Bruselas, desde donde se le exigían recortes y más recortes para intentar cuadrar un déficit desbocado. El incremento del riesgo en la deuda soberana amenazaba con dinamitar la zona euro, se disparaba el desempleo y la renta per cápita se desplomaba. Fue el crash económico y la pésima gestión llevada a cabo por Rodríguez Zapatero lo que encendió la mecha de la victoria del PP, en un país –el nuestro– educado sentimentalmente en la izquierda y el nacionalismo.
Esta vez no ha sido así (y esto constituye una excepción tanto como un precedente), porque la economía española, mal que bien, resiste gracias al turismo y a un uso sin precedentes de los esteroides del dinero público. La liquidación del PSOE —asombra el vuelco en la práctica totalidad de plazas clave— no es un efecto directo del malestar económico, sino más bien de la irritación política causada por el sanchismo y su política de alianzas. A día de hoy, Pedro Sánchez carece de futuro porque ha perdido toda credibilidad. Con el adelanto de las generales al 23 de julio, le quedan dos meses para tratar de recuperarla. No le será fácil.
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