Soy bastante escéptico con las ventajas pedagógicas o académicas de las escuelas diferenciadas, pero bastante menos con las virtudes de la libertad. No entiendo qué tiene de bueno imponer nuestras convicciones a los demás, como si hubiera una sola verdad respetable y la pluralidad en sí misma no fuera, la mayoría de veces, una virtud democrática. En Estados Unidos y en muchos otros países, no sólo son habituales los colegios especializados –en matemáticas, por ejemplo, o en arte, música, deportes…– sino también la práctica del homeschooling, que centra todo el peso de la educación en los padres y en la familia (con gran éxito académico, por cierto). Aquí, en cambio, todo lo que no sea uniformización resulta motivo de inquietud.
Si nuestro sistema de enseñanza fuera un modelo de éxito internacional –como el de Singapur o, aunque ya puesto muy en duda, el de Finlandia–, quizás tuviéramos de qué presumir pero tristemente no es el caso. Al contrario, muchas de nuestras comunidades autónomas encabezan las listas europeas de fracaso escolar, sin que ese agravio comparativo suponga –al menos de acuerdo con los informes PISA– que abunden los buenos alumnos.
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