Cuentan que el poeta romántico alemán Jean Paul (1763-1825) fue el primero en atisbar la muerte de Dios en una pesadilla que le asaltó por sorpresa. Hablar de la muerte de Dios –un tema que recorre con múltiples variaciones la experiencia estética del XX– es referirse a un silencio definitivo, que ha quedado impregnado, quizás para siempre, de los efectos del nihilismo. No se trata ya de un silencio expectante, y menos aún esperanzado, sino derrotado, sin futuro. «Cuando el Cordero abrió el séptimo sello» –leemos en el capítulo 8 del Apocalipsis–, «se hizo un silencio en el cielo como de media hora».
Ingmar Bergman rodó una de sus películas inmortales precisamente bajo este título: El séptimo sello, la media hora del silencio de Dios en el día de su muerte. A lo largo de sus películas, Bergman posó su mirada sobre este vacío y meditó acerca del significado de la ausencia, que es como hablar del sentido último de la soledad. Sin Dios, el hombre se encuentra solo y carece de referencias últimas, también en lo moral. El silencio nihilista que se inaugura con la apertura del séptimo sello, con el sueño profético de Jean Paul, es el silencio de nuestro tiempo.
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