Se mordía los labios porque no quería llorar, pero lloraba. Yo observaba sonriendo a mi hija con su medalla entre las manos, porque hay lágrimas dulces que colman de alegría, y que saben aún mejor si antes se han probado las del llanto amargo. Hasta donde me ha permitido conocer la vida, no hay peor dolor que el de ver sufrir a un hijo de manera injusta e innecesaria.
Llegan los niños sin hoja de ruta ni manual de instrucciones. Cuando nacen anda uno con ellos en brazos dando tumbos a ciegas, palpando el aire en la oscuridad para evitar tropiezos. Pero es inevitable romper algún jarrón. La mayoría de padres aciertan por instinto, transmitiendo unos valores adquiridos o reproduciendo la propia experiencia familiar. Pero sólo unos pocos son capaces de iluminar el camino a los demás.
Daniel Capó ha escrito Florecer (Editorial Didaskalos), un librito bellísimo sobre la aventura, cada día más incierta, de educar a los hijos en casa. Comparte el ensayo con Carlos Granados, que se ocupa del enfoque escolar. El texto de Capó es emocionante porque expresa con una mezcla de brillantez y ternura algunas de los retos que a uno le gustaría haber cumplido como padre cuando esté bajando el telón de la vida, y vea permanecer a los hijos solos en el escenario.
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