Los escándalos y las polémicas se suceden en la vida pública española a pocos meses de las elecciones. Es la ley de la política actual, sujeta a la negación de cualquier consenso mínimo. Al igual que una determinada filosofía se empeñó en deconstruir nuestro legado cultural y humano, el acuerdo amplio, fructífero, propio de las sociedades liberales, ha sido sustituido por el empeño de una hegemonía que no tolera el perfil punzante de la disidencia. Los judíos dirían que el nuestro es un tiempo sin lágrimas y, por ello mismo, especialmente peligroso: sólo conoce el filo del acero. Es cierto, sin embargo, que hay lágrimas que humanizan –las de la compasión– y otras que forjan identidades excluyentes, ideologías encerradas en sí mismas –las de la autolástima–.
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