Amediados de la década de los cuarenta, Occidente vivió su particular época dorada. Todo estaba por reconstruir y la competencia con el Bloque del Este hizo que la recuperación fuera compartida. La pobreza era el signo general de una Europa que, aunque victoriosa frente al nazismo, a todos los efectos había sido derrotada. No sólo eran las consecuencias de la guerra, sino también cierta inadaptación previa a las bondades del capitalismo. Según ha destacado el economista Barry Eichengreen, «en 1950, muchos europeos calentaban sus viviendas con carbón, refrigeraban los alimentos con hielo y dependían de lo que eufemísticamente podemos llamar formas rudimentarias de fontanería de interior». Se trataba, por así decirlo, de un mundo antiguo inserto en un contexto cambiante, como el que salió de la II Guerra Mundial. Tony Judt ha dedicado un libro maravilloso –Postguerra– a analizar estas transformaciones que explican los años dorados posteriores a la década de los 40: no sólo surgió una nueva Europa política, sino también un continente mucho más próspero. Fue durante este largo ciclo cuando Europa se convirtió en una sociedad de clases medias en la cual se normalizó el acceso a bienes que hasta entonces habían estado tradicionalmente reservados a la burguesía. Y fue la firmeza de las políticas públicas, la adaptación masiva al capitalismo y la coordinación entre el empresariado y los sindicatos lo que facilitó un generoso pacto social por medio del que se consolidó la marcha ascendente de la economía y la mejora en los estándares de vida.
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