Estos días se camina apenas bajo el esqueleto de lo que fue —hablo de los árboles, de los pinos y moreras, de la cultura— y sin resguardo del vendaval. Se vive como quien sospecha, mirando por los entresijos de las contraventanas, inseguro de si salir o no, sin saber cuál puede ser el norte o la razón de tanto camino. Cada grado —se habla ya de temperaturas históricas— que desciende como cada metro bajo el agua del que se ha de partir y de la que se quiere salir y el aire se agota. Es tal la oscuridad que alguno ya parece olvidar que alguna vez hubo luz —alguno, incluso, jamás la vio—. Y los cuervos se juntan, las aves de malagüero inundan las plazas —ante todo virtuales— y las pantallas atosigan con distopías, con discordia y pronto fin, con desesperanza. El invierno aspira a arrinconarnos y a acabarlo todo.
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