Cuenta Pascal Quignard en L’homme aux trois lettres que los antiguos romanos llamaban reliquiæ a los excrementos humanos. Las reliquias serían, por tanto, los detritus del hombre, las cosas usadas: un hueso, un mechón de pelo, la caries de un molar, una servilleta manchada de vino, de café o de leche. Pensé en las viejas reliquias romanas el pasado viernes, después de escuchar la noticia de que el Gobierno socialista va a reformar por la puerta de atrás la Ley Orgánica del Poder Judicial y de leer el artículo de José Antonio Zarzalejos en El Confidencial acerca del principio del fin de la Constitución de 1978. Y pensé en la reliquias no por el sentido escatológico que tenía la palabra latina, sino por la condición pretérita de nuestra Constitución: la democracia española –tal y como la hemos concebido desde la Transición– empieza a pertenecer al pasado; sus acuerdos, sus pactos, nuestra confianza, nuestras leyes, se resquebrajan lentamente bajo el peso de una mutación cultural e ideológica que ya no sé cómo denominar, más allá del manido término de populismo.
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