Pocos años antes de la pandemia, una honda inquietud recorría las principales cancillerías de la Unión. China acababa de adquirir Kuka, la principal robótica alemana, y continuaba jugando con la idea de una «ruta de la seda» que iba a alterar las tradicionales vías del comercio mundial. La prensa internacional hablaba de un nuevo continente: Eurasia, que pivotaría en torno al dominio oriental. En Washington las tensiones con la Casa Blanca sólo iban en aumento, a causa de la peculiar presidencia de Donald Trump. Más preocupante aún, sin embargo, era la pérdida creciente de influencia de los europeos en el contexto internacional. Tras un referéndum, Londres había decidido activar la desconexión. El retorno del nacionalismo y de la extrema izquierda –las dos fuentes habituales de conflictos en el siglo XX– iba fracturando la confianza ciudadana en el proyecto comunitario. Las críticas hacia las élites funcionariales de Bruselas se redoblaban, no sin que hubiera motivos legítimos para ello. La boyante locomotora alemana y su área de influencia geográfica no se acompasaban con una mejora en los estándares de vida de la mayoría de europeos. Tras la llegada del euro, hubo países ganadores y países perdedores; pero la Unión en su conjunto había perdido protagonismo y relevancia. Washington miraba hacia el Pacífico, preocupado por el ascenso de un nuevo imperio. Pekín y Moscú iniciaban un acercamiento estratégico con algunos intereses en común. Europa se sabía relegada y envejecida demográficamente, lenta de reflejos y fracturada en su interior.
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