Hace unos años, el economista norteamericano Bryan Caplan publicó un libro titulado Selfish Reasons to Have More Kids (es decir, «razones egoístas para tener más hijos»). La conclusión era sencilla: convendría que todos tuviéramos un hijo más –al menos uno– de lo que inicialmente hubiésemos previsto. El argumento que utiliza también es sencillo: tener más hijos es socialmente bueno y económicamente necesario, además de constituir un motivo de alegría para las familias. A Caplan no le han hecho mucho caso si miramos las estadísticas, pero nos equivocaríamos si desdeñásemos sus razones, y más en un país como el nuestro en franco declive demográfico. La tasa de fecundidad en España apenas alcanza 1,24 hijos por mujer (al mismo nivel que Italia, y por debajo de Portugal y de la media europea): una cifra muy inferior al índice de reemplazo generacional, que son 2,1 hijos por mujer. Caplan hablaba de los Estados Unidos y soñaba con elevar esta tasa hasta al menos 2,5 y de forma ideal hasta tres. Los efectos positivos de una natalidad al alza llegarían en cascada: la sociedad se rejuvenecería –factor clave para la economía y la productividad–, los costes vinculados al Estado del bienestar se relajarían y las demandas de la ciudadanía se modificarían ligeramente; también la clase política se vería obligada a gobernar pensando más en el futuro y menos en el presente inmediato. Como nos recuerda Ross Douthat, el columnista estrella de The New York Times, citando los últimos estudios sociológicos, «un país con baja natalidad crece menos económicamente, es menos emprendedor y más resistente a los cambios y a la innovación, y sufre de esclerosis en sus instituciones públicas y privadas. Incluso tiende a ser menos igualitario, ya que las grandes fortunas se reparten entre un menor número de herederos».
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