La debilidad de Europa quedó patente la semana pasada en el discurso que pronunció Josep Borrell ante el cuerpo diplomático de la Unión. La debilidad no se deriva de la riqueza de los países que conforman el proyecto comunitario, sino de sus raíces, cada vez más raquíticas; o, si se prefiere, más erosionadas. Por un lado, tiene que ver el invierno demográfico, que alcanza en los antiguos países de mayoría católica –España e Italia– cifras dramáticas. Una sociedad envejecida supone una ciudadanía poco dinámica, menos dispuesta a asumir riesgos y menos emprendedora. También implica una sociedad más costosa estructuralmente en términos de políticas del bienestar y, por tanto, con mayores dificultades a la hora de ajustar y equilibrar sus cuentas públicas.
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