Para los que nacimos en la década de los setenta o a principios de los ochenta, la afición al ciclismo convivía con la voz épica de Javier Ares (quien no haya escuchado sus retransmisiones radiofónicas de aquellos años tampoco ha conocido «la dulzura del vivir») y con la literatura periodística que enaltecía los mitos de la carrera: Ocaña, Merckx y El Tarangu, en el recuerdo; Hinault, Fignon, Lemond y Perico Delgado, en la alternativa. Luego llegaría el tiempo glorioso de Miguel Induráin, que nos descubrió otras formas de correr y de triunfar: las de un «rey democrático», como lo apodó la prensa italiana del momento.
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