A finales de 2006, Christopher Beha, actual editor de la revista Harper’s Magazine, acababa de dejar su trabajo después de haber superado un cáncer con mal pronóstico. Anhelaba ser novelista, aunque sospechaba que carecía del talento suficiente para ello. Se equivocaba, como años más tarde pudimos comprobar los afortunados lectores de su singular novela ¿Qué fue de Sophie Wilde?; pero él entonces no podía saberlo. Sin haber cumplido todavía la treintena, Beha decidió despedirse del mundo, encerrarse en su apartamento y leer durante un año los cincuenta tomos que conforman la colección Harvard Classics, un ambicioso proyecto editorial que, a principios del siglo XX, había buscado fijar el canon de la literatura universal. La propuesta de la Universidad de Harvard tenía algo de marca de época, de fe ilustrada en el poder de la palabra. Si el siglo XIX había asistido al despliegue de una amplia red de bibliotecas públicas a lo largo y ancho de los Estados Unidos, fue durante la Gran Depresión de los años treinta cuando Mortimer Adler y Robert Maynard Hutchins desarrollaron, en la Universidad de Chicago, el currículum de los Grandes Libros, poco después de que John Erskine iniciase un programa similar en la Universidad de Columbia. La idea común a todos ellos -a las universidades de Harvard, Chicago y Columbia, pero también a las bibliotecas públicas o a ese predecesor del libro culto de bolsillo que fue la Everyman’s Library- era la capacidad de la literatura para iluminar nuestra existencia y darle así un sentido, una fuerza moral que emana de la belleza, la memoria y la verdad.
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