Sánchez decidió pasar al ataque en el Debate sobre el estado de la Nación, consciente de que el minutero ha empezado a correr en su contra. No deja de sorprender lo rápido que se desgastan los líderes en la era de los populismos. ¿Cuánto ha durado Boris Johnson? ¿Cuánto Donald Trump? ¿Cuánto durarán Joe Biden o Mario Draghi? ¿Y cuánto Pedro Sánchez? No lo sabemos, pero el aventurismo tiene siempre un límite contra el que acaba rebotando. Sánchez ha jugado a serlo todo y a no ser nada. En Bruselas, un primer ministro europeísta que habla inglés y presume de modernidad. En los Estados Unidos, un fiel aliado; a pesar de los continuos desplantes de Washington, hasta que la coyuntura internacional convirtió la península ibérica en una pieza importante dentro del tablero de la energía. En cuanto al mercado nacional, nadie sabe qué piensa nuestro presidente sobre ningún tema. Sus decisiones se mueven al son de los datos demoscópicos, hábilmente manejados por su equipo de asesores. Y las últimas cifras (confirmando sonoras derrotas: en Madrid, primero; en Castilla y León, después; y, sobre todo, en Andalucía) sugieren la pérdida completa del centro político y del voto urbano a manos de un PP que, por su parte, flojea más a la derecha pero no en el espacio central de la moderación. Es interesante señalarlo, porque se diría que –por lo general– el voto español, durante estos últimos años, se ha manifestado con una cierta consistencia en el espacio centrado, frente al canto de sirenas de los populismos. Unidas Podemos se ha ido desinflando a medida que se ha deteriorado el mito de su pureza virginal.
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