Sobre nuestro futuro inmediato, pasado el verano, se agitan distintas sombras. Al igual que sucede con las pesadillas, los presagios del miedo no tienen por qué cumplirse. Pueden desvanecerse como ha sucedido tantas otras veces a lo largo de la historia. Pero, aun así, estas amenazas se sustentan en desequilibrios reales que se ciernen sobre nosotros. Algunos de ellos desde hace mucho tiempo. Otros, no tanto.
El cóctel explosivo lo conforman el endeudamiento, la inflación, la subida de tipos, la guerra de Ucrania –¿quién dijo que la economía rusa no iba a poder resistir el conjunto de sanciones occidentales?–, la asombrosa persistencia de la pandemia y ahora, sobre todo, el botón del gas que maneja Vladimir Putin. Rusia sabe que gana las guerras en invierno –así lo hizo contra Napoleón, así contra Hitler–, sostenida por un espíritu de resistencia mesiánico. Rusia sabe que el frente de combate se encuentra en el Dombás, pero que la auténtica batalla tiene lugar en las cancillerías europeas, donde se alienta el espíritu de combate ucraniano. Sin las armas occidentales, Kiev hubiera capitulado en pocas semanas.
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