El regreso del fantasma de la inflación conlleva a su vez la reaparición del miedo y de la ira. En realidad no se fueron nunca, más allá de los tiempos festivos de la burbuja. El populismo tiene que ver con ese miedo y con el malestar que provoca lo desconocido cuando el horizonte se ensombrece y el futuro se agosta igual que el campo tras la sequía. Sin embargo, en la inflación hay vitalidad: un fuego incandescente que ilumina el territorio de las pesadillas. Conjuga con la riqueza y con la pobreza, con ambas a la vez y no sólo con una u otra. Por su urgencia acuciante, la inflación propicia una gramática del enojo que se traduce en protestas callejeras. Cuando el valor del dinero se esfuma, todas las seguridades desaparecen. Esa fue la lección de Weimar, que conduciría al trauma de la Gran Depresión. Y, si bien la inflación no es un fenómeno político, sus consecuencias sí lo son. Y, por desgracia, muy tangibles.
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Foto: De Luis García, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=6668097
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