En España hubo hasta hace unos años una hipótesis moderantista, a la que yo mismo me adherí, y que desembocó en Unidas Podemos, Vox, el procés en Cataluña y… en Pedro Sánchez. Es decir, que la aspiración –creo que legítima– de pensar en un país guiado por la razón y por un europeísmo matizadamente ilustrado fue sustituida por el dictado electoral de las emociones, lo cual no deja de ser también una fórmula racional bastante práctica. Si, en un mundo sin raíces, las emociones identitarias dan votos, ¿a qué complicarnos la vida en cosas de afrancesados? Ya nos entendemos, la ingenuidad consistía en creer que las elites serían responsables y que la política consistiría en algo distinto a controlar el poder. La magnitud de tot plegat –que diríamos en catalán– es tal que pocas esperanzas se pueden ya conservar en nada que no sea más de lo mismo hasta el día final. Nadie –y menos si vive de la política– se pega un tiro en su propio pie.
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