El viernes era el día de descanso previo a la proeza. Las bicicletas estaban al sol, relucientes como bólidos de Fórmula 1. Unos cuantos miles de cicloturistas –ocho mil, según la organización– se preparaban para recorrer el sábado los 312 kilómetros de una prueba singular: la Mallorca 312. Cuando llegué a media tarde, junto con mi hijo Javier, el ambiente era festivo: la música, los actos de homenaje, el leve nerviosismo de los participantes en medio del descanso que precedía al reto mayúsculo del día siguiente. Vimos pasar a Sean Kelly –el gran clasicómano irlandés de los ochenta–, que se escabulló rápidamente entre los aficionados. Ivan Basso y Alberto Contador firmaban centenares de afiches y fotografías. Lógicamente eran las estrellas de la jornada.
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