Resulta interesante el comentario de David Brooks sobre Rusia en The New York Times. La clave de la guerra de Ucrania es la identidad, lo que la convierte en un conflicto particularmente moderno. Según Brooks, el gran logro de Putin «ha sido ayudar a los rusos a recuperarse de un trauma psíquico –las secuelas del fin de la Unión Soviética– y darles una dignidad colectiva para que sientan que importan, que su vida tiene dignidad». Por supuesto, no se trata de la única razón que se oculta detrás de la agresión a Ucrania, ni la única lectura geopolítica que admite. La Pax Americana que se instauró en 1989 se sostenía sobre un consenso liberal y globalizador, el cual tuvo sus ganadores y sus perdedores, pero ahora renquea como consecuencia del ascenso de China a la categoría de superpotencia. Tras la derrota (y en el caso de la URSS fue doble: primero como imperio, y después como nación moderna y competitiva), late una herida que hace de Rusia una víctima inocente –según las políticas de la identidad– y, por tanto, queda inserta en una narrativa de humillación, como bien sabemos en España, con los delirios del nacionalismo, y en Occidente en su conjunto, con otros fanatismos ideológicos. Los discursos identitarios conocen de sobra el poder de la acusación y, en cambio, ignoran la exigencia de la autocrítica, característica más bien de la madurez. La potencia de fuego de la identidad es bien sabida, porque –como observó en su día el historiador John Lukacs, creo que citando a Chesterton– el odio une más que el amor. Y, en efecto, ¿cuántas veces son las pasiones negativas –ya sea el encono, el miedo, o el rencor– las que cohesionan una identidad personal o colectiva?
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