En el discurso con el que dio inicio al Concilio Vaticano II, Juan XXIII alertó sobre los profetas que sólo anuncian calamidades. Sesenta años después, sigue siendo sorprendente que alguien versado en teología –o simplemente en historia– no supiera que los profetas, en su sentido bíblico, son precisamente eso: pregoneros del desastre, anunciadores del fuego. El profeta, frente a la ingenuidad ciega del optimismo, llamaba a la cautela y a la conversión. Y es que la Historia no es un lugar amable, aunque la vida pueda ser hermosa. No lo es, porque lo imprevisible sucede continuamente y porque vivimos arrastrados por las pasiones, luminosas unas y otras –quizás las más–, sombrías y tumultuosas. En la mañana del jueves, cuando los noticiarios y las redes nos ofrecían las primeras imágenes de la guerra de Ucrania, pensé en el Papa bueno y en aquellas advertencias suyas que no se cumplieron, porque no podían hacerlo ni nunca lo harán. La historia no tiene final, ni el hombre un punto de equilibrio en el que consiga reprimir para siempre su pulsión de poder. Está el rencor y el miedo, el resentimiento y el deseo de dominación; está el orden y el caos, la vida y la muerte, la razón y la sinrazón; está la historia, claro, y sus dinámicas miméticas que nos dividen y nos enfrentan una y otra vez.
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