En política nada es lo que parece y, sin embargo, todo se asemeja a lo que es. La guerra fratricida que se ha declarado en el Partido Popular entre Génova y el poder pujante que representa la Comunidad de Madrid puede responder al atrezo emocional de una u otra narrativa victimaria, pero la realidad se resume en la envidia y los miedos, los celos y el afán cainita, el poder y la ambición. Tras casi cuatro años al frente de la Secretaría General, Casado dependía de los azares de la fortuna y del desgaste de Pedro Sánchez para soñar con la Moncloa. Un candidato que llegó con la promesa de recuperar las esencias populares –fueran las que fueran– frente a la tecnocracia aburrida de los abogados de Estado –marca Soraya– ha terminado confiando en el efecto curativo del tiempo como un segundo Rajoy, pero sin su experiencia de Gobierno ni su control sobre el partido. Se dirá que el poder congrega lo que está disperso y así es, pero no nos referimos solo a eso sino a una fragilidad connatural que va más allá de las dificultades propias de un partido enfrentado a profundas contradicciones. Hábil orador y con fama de buena persona –según los estándares de la política actual–, los continuos errores de Casado sugieren una mala respuesta intuitiva. Demasiadas equivocaciones, que empiezan con la fallida selección del once titular y siguen con su incapacidad de articular un discurso programático nítido, atractivo y creíble. Con el tiempo a su favor, Casado podría haber llegado a la Moncloa y haberse mostrado como alguien distinto a quien es. Ahora seguramente ya es demasiado tarde.
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