El corazón de Europa late con un ritmo sincopado, entre la ilusión y el miedo, debido al desajuste de sus distintos países y de sus intereses, también dispares. El signo distintivo de los imperios decadentes es la melancolía, que marca la cadencia manriqueña de un tiempo pasado siempre mejor. Europa contempla la luz burguesa de una modernidad que fue la suya, pero sobre todo –la memoria es una pasión breve– mira hacia los años dorados de la segunda mitad del siglo XX, esa posguerra exitosa que cristalizó en unas décadas de paz y de prosperidad, entre la democracia cristiana y la socialdemocracia. Nuestra sensibilidad se educó en aquellos años, que fueron los de una rara historia de éxito, más centrados en la consolidación de una clase media –y en la extensión del bienestar colectivo– que en las ambiciones de expansión colonial. Por una vez, en un contexto de fuerte crecimiento económico, pareció factible el sueño democrático de compaginar la libertad y la igualdad, los derechos y los deberes. La apertura de mercados, la alianza entre sindicatos y patronal, la demografía favorable, la ausencia de guerras (a pesar de la amenaza latente y continua del bloque soviético o quizás debido precisamente a ello) hicieron posible medio siglo de prosperidad que impulsó la integración europea y nos hizo pensar una vez más en el final de la historia o, al menos, en su viabilidad.
Resulta difícil precisar en qué momento exacto estalló por los aires este sueño. Se ha dicho –y se ha escrito– que el siglo XX terminó en 1989 con la caída del Muro de Berlín y que el siglo XXI comenzó en 2001 con el atentado a las Torres Gemelas. Para otros, el auténtico arranque fue en 2008 con la crisis de las hipotecas subprime, pero quizás lo más acertado sea buscar las raíces de nuestra época en la masacre de Tiannamen, cuando el gobierno chino aplastó las protestas democratizadoras y dio un paso al frente en el contexto internacional de la globalización. Es como si hubieran dicho: “vamos a jugar, pero con nuestras condiciones y a nuestra manera”. Que Europa y los Estados Unidos se pusieran de perfil ante este suceso indica de qué modo –una vez más– lo crucial sucede en los márgenes aparentes de la historia. La entrada de la China comunista en los mercados lo cambió todo.
¿Supieron leer Europa y los Estados Unidos la transformación que tenía lugar? Embebidos como estaban en la fiesta de los años noventa, es evidente que no. Contemplando los éxitos del pasado no se construye el futuro, y menos en medio de circunstancias tan desafiantes. A ello se añadió la creciente burocratización de la UE, promovida en gran parte por una clase dirigente que prefería sustituir la decisión política por unos algoritmos derivados de las directrices y los reglamentos. En parte era lógico, ya que descargaba a los políticos de responsabilidad ante los ciudadanos, convirtiéndolos en meros terminales de un entramado normativo. Así la culpa era de Bruselas, no suya, no de los políticos nacionales.
Europa se enfrenta a sus mayores retos en décadas, con la amenaza de una guerra en su flanco oriental, con la economía encogida y la polarización ideológica abriendo trincheras desde su interior. A menudo, son los peligros exteriores los que despiertan a las naciones de su letargo y, tal vez –sólo tal vez–, nos encontremos frente a uno de estos momentos cruciales, en los que la historia toma un giro decisivo. No hay otra alternativa a más Europa que regresar a la Europa atomizada de las naciones. Es el momento ciceroniano que ha teorizado con brillantez el politólogo francés Pierre Manent. La Unión no puede permitirse el lujo de seguir soñando con los oasis del pasado, sin entender que los riesgos del futuro son algo más que un espejismo.
ARTÍCULO PUBLICADO EN DIARIO DE MALLORCA.
0 comentarios