Al norte de la isla se encuentran Pollensa y sus calas, amparadas por la sierra. Justo al sur, de punta a punta, se cobija el puerto de Andratx, también entre el mar y las montañas. Son tierras fértiles para la escritura, campos abonados a ese privilegio romántico del paisaje. En el Puerto de Andratx creció Cristóbal Serra, un raro mallorquín que se carteó con Octavio Paz y con Quevedo, es decir, con los vivos y con los muertos –y, en este caso, no se trata de una exageración–. A él le debemos alguna de las mejores traducciones que se han publicado en castellano del Tao Te King, los diarios de Léon Bloy, los viajes de Michaux y las visiones de Ana Catalina Emmerick, a la que Serra le gustaba llamar «la vidente». Pollensa es la tierra que cantó Miquel Costa i Llobera, fundador de la Escuela Mallorquina de poesía, y es también la tierra por la que han pasado tantos y tantos escritores europeos, de Ernst Jünger a Agatha Christie, de Thomas Bernhard a Josep Pla. Un Jünger adolescente, sin ir más lejos, huido de casa y de camino a Argelia, creyó divisar, precisamente en las rocas de Albercutx, el presidio del Conde de Montecristo. Y yo a veces he subido hasta esa atalaya, persiguiendo el fantasma de aquel preso que fue un mito de mi infancia.
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