Cuando empecé a leer Mansfield Park con mi hija mayor –tres capítulos al día–, sabía que iba a encontrarme con un fino análisis de las relaciones sociales, pero no sospechaba que nuestra lectura nos llevaría a hablar sobre el sentido del orden. Se diría que Mansfield Park es, sobre todo, el homenaje a un espacio y a los hombres que lo configuran. La casa, el hogar, aquella luz burguesa –sobre la cual ha escrito en varias ocasiones el historiador John Lukacs– simbolizan la estabilidad, el lugar seguro que hace posible la libertad. Frente a la vieja y sólida casa solariega -nos recuerda Tony Tanner-, aparecen distintos mundos que pretenden quebrar el orden inmemorial de la familia: la pulsión capitalista que llega de Londres, con la abundancia del dinero y su fuerza revolucionaria, y el desorden –no maldad, sino desorden– de las familias de clase baja que dificultan el cultivo de las virtudes y la templanza de las emociones (hoy hablaríamos de los efectos de haber crecido en una «familia desestructurada»). Y, si Mansfield no sucumbe, es porque la protagonista, la joven y tímida Fanny Price, preserva en última instancia ese equilibrio que la autora –Jane Austen– considera más humano que el mundo nuevo que está por llegar y que no reconoce vínculos ni raíces.
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