Cuando cayó el Muro de Berlín, hace ya treinta años, Occidente pensó por un momento que su modelo sería universal. En cierto modo, había motivos para el optimismo. La vieja Europa del Este se sumó con entusiasmo a la Unión, deseosa de unos fondos europeos que le permitieran reconstruir la prosperidad perdida tras décadas de comunismo e impaciente por recuperar las libertades propias de las democracias avanzadas. Tras Gorbachev, padre de la Perestroika y de la Glásnot, llegó Yeltsin, un arribista alcoholizado que pasaba por ser un modernizador convencido y un entusiasta demócrata. China conjugaba la represión de Tiananmén con una entrada decidida en el juego de la globalización. Los teóricos de la democracia aseguraban que la consolidación de una clase media conduciría de forma irrevocable a la democracia y que era sólo cuestión de tiempo que China se convirtiera en una especie de Japón o de Corea del Sur. Se equivocaron, aunque eso no lo sabíamos entonces: no lo sospechaban siquiera los editorialistas de The Economist, ni los popes universitarios, ni por supuesto los políticos, como tampoco sabemos nosotros claramente lo que va a suceder mañana. La historia del hombre es la crónica de una incertidumbre, el negativo fotográfico de un misterio.
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